Ni el Centro ni la Periferia… Diciembre

sábado, 31 de octubre de 2009

“El peligro de l@s diferentes está en que luego les da por parecerse mucho entre sí”.
Don Durito de La Lacandona.

***

Nuestros sabedores más mayores cuentan que los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, hicieron el color amarillo a partir de la risa de las niñas y niños. Recordando esto, hemos decidido contarles un cuento que es para menores de edad, pero que los mayores se lo van a tener que chutar porque… porque… bueno, pues porque se vería muy mal que se salgan antes de que termine esta sesión del coloquio.

Ahora que, si se van a salir, les pido que no sean gachos y lo hagan con discreción para que aquí los organizadores no sientan tan feo.

Bueno, para las que se queden, aquí está el cuento…

Ya antes conté esto, así que sólo repetiré brevemente la historia de Diciembre. Ella era una niña, así, pequeñita. Había nacido en el mes de noviembre y, como sus padres sólo hablaban lengua indígena, se hizo un desmadre cuando la fueron a registrar. El notario preguntaba atropelladamente dónde nació, cuándo nació, en qué mes estamos (es que andaba medio crudo) y cosas así. Su madre apenas estaba por responder el mes en que estábamos, cuando el del registro civil volvió a la pregunta de cómo se iba a llamar. “Diciembre”, escuchó el notario y, pues se chingó Roma, porque cuando se dieron cuenta ya era un relajo cambiar los papeles. Así que “Diciembre” se pasó a llamar esta niña que nació en noviembre. Según los usos y costumbres de los adultos, cuando regañan a una niña o niño, no se acuerdan de su nombre, y empiezan a decir varios nombres hasta que le atinan. En el caso de Diciembre, los regaños eran menos estrictos, porque la mamá empezaba por Enero, y cuando llegaba a Diciembre ya se le había olvidado por qué iba a regañar a la niña.

En otra historia, ahora ya lejana, Diciembre conoció a un búho y se hizo amiga de él. En aquel entonces, resolvió el desafío de la flauta chueca y no me acuerdo qué otras travesuras más hizo.

Pues bien, aquí les va…

DICIEMBRE Y LA HISTORIA DEL LIBRO SIN MANOS.

Una tarde, casi noche, como ésta que anuncia lluvia de luces, andaba Diciembre caminando así nomás. Acaso estaba pensando nada, sólo caminaba recogiendo piedritas y ramitas, y colgaba las piedritas de un árbol, y amontonaba las ramitas a un lado del camino, y les ponía nombres: ése era un “árbol de piedras” y aquello una “montaña de ramas”. O sea que, como quien dice, a la Diciembre ésta no sólo le daba por revolver su pensamiento, también revolvía el mundo.

Tenía, además, unos lapiceros de colores que a saber quién le había regalado. Así que, cuando no estaba colgando piedras y amontonando ramas, Diciembre sacaba los lapiceros de su morraleta y se ponía a pintar de colores lo que estuviera a la mano.

Bueno, pues resulta que así andaba la Diciembre, tarareando una canción a ritmo de corrido-cumbia-ranchera-norteña, cuando ¡zas!, ahí nomás estaba parado, en medio del camino, un libro.

Contenta se puso la Diciembre. Sacó sus colorines y fue muy decidida a agarrar el libro para llenarlo de rayones y bolitas y palitos y hasta un garabato que se supone, sería el retrato hablado de la Panfililla, que así se llamaba una su perrita que más bien era bien mulita (sin agraviar a las presentes).

Ya se acercaba la Diciembre al libro que estaba en medio del camino, ya se imaginaba que la Junta de Buen Gobierno le daba permiso de pintar un su mural en la pared de la escuela autónoma, ya se veía pidiéndole a una señora sociedad civil que le tomara una foto a ella con la Panfililla, paradas junto al mural, y ya pensaba que si acaso no se parecía la Panfililla a la pintura del mural pues ahí mismo pintaba las correcciones. No en la pared de la escuela, sino en el cuerpo de la Panfililla, por supuesto.

Todo esto iba pensando la Diciembre cuando, al acercarse a tomar el libro con sus manos, ¡zas!, el libro abrió sus pastas y se echó a volar.

“¡Órales!”, dijo la Diciembre con un tono que no dejaba duda de su origen plebeyo, “tras que ese libro vola”. El libro aleteó unos metros y se fue a posar más adelante, en medio del camino. Diciembre corrió a agarrar el libro, pero antes de que llegara, volvió a volar. Diciembre pensó entonces que el libro quería jugar y pues ella también. Así que ahí andaba la niña correteando de un lado a otro al libro volador y, mientras tanto, la Panfililla ya se había empacado media docena de piedras y dos docenas de ramitas, y se había quedado tirada, haciendo la digestión y nomás moviendo las orejas de un lado a otro, según corría la Diciembre detrás del libro.

Ahí tardaron, pero llegó el momento en que la Diciembre se cansó y quedó muy agotada, tirada a un lado de la Panfililla.

“¿Y ora qué hacemos Panfililla?”, preguntó Diciembre.

Y la Panfililla nomás movió la oreja, porque todavía estaba tratando de digerir una piedra de ámbar y no podía ladrar.

“Ya sé, tengo una idea”, dijo la Diciembre, “voy a ir a buscar al señor Búho y le voy a preguntar”.

La Panfililla movió las orejas como diciendo “sale, yo aquí te espero”, mientras miraba que todavía le faltaba la mitad del montecito de ramitas por zamparse.

Así que Diciembre fue a visitar a su amigo el Búho. Lo encontró sentado encima de su árbol, viendo una revista con muchachas encueradas.

Aquí el Búho interrumpe el cuento y le aclara al respetable público:

“No le crean al Sup, no era una revista de muchachas encueradas, era un folleto de lencería, de Victoria Secrets para más señas. No es lo mismo”.

Bueno, pues el Búho estaba viendo una revista de muchachas semiencueradas cuando llegó Diciembre y ahí nomás, sin anestesia ni decir agua va, le soltó:

“Oí, señor Búho, ¿por qué hay libros que volan?”

“Se dice “vuelan” y no “volan”, corrigió el señor Búho, y agregó: “Y no, los libros no vuelan. Los libros están en las librerías, en las bibliotecas, en los escritorios de los científicos y, cuando no los compra nadie, en las mesas afuera de los coloquios”

“Hay uno que sí”, le contestó Diciembre, y en seguida le contó lo que había pasado antes con el libro volador.

El señor Búho cerró su folleto de muchachas en paños menores, claro, no sin antes marcar la página en la que se había quedado, y dijo muy decidido:

“Muy bien, vamos a investigar, nomás aguántame un ratón porque tengo que ponerme ropa adecuada”.

“Bueno”, dijo Diciembre y mientras esperaba al señor Búho, se puso a colgar en las ramas de los árboles algunas piedritas que logró rescatar de la gula de la Panfililla.

El señor Búho, mientras tanto, abrió un gigantesco baúl y empezó a buscar, murmurando: “mmh… látigo, no… liguero, tampoco… neglillé, menos… mmh… ¡aquí está!”, exclamó de pronto el señor Búho y sacó un pasamontañas negro.

Se lo puso y, tomando una pipa, se dirigió a Diciembre y le preguntó:

“Y bien, ¿qué te parece mi disfraz?”

Diciembre lo miró extrañada y, después de un rato, dijo: “¿y de qué está disfrazado?”

“¿Cómo de qué? ¡Pues de subcomandante! Si el libro ése me ve como búho, no me va a dejar acercarme siquiera, porque los búhos de por sí queremos muchos libros, en cambio los subcomandantes no los usan ni para nivelar mesas”.


Aquí el Sup interrumpe para aclararle al respetable:

“No le crean al señor Búho, los subcomandantes sí usamos los libros, a veces, cuando la leña no prende…”

Ejem, ejem.

Bueno, pues les decía que la Diciembre y el señor Búho disfrazado de subcomandante, bajaron del árbol y se dirigieron a donde la niña había dejado a la Panfililla esperándola.

Cuando llegaron a donde estaba la perrita, la encontraron tratando, simultáneamente, de roer la mitad de una pantufla y de digerir la otra mitad.

“¡Mis pantuflas totalmente Palacio!”, exclamó escandalizado el señor Búho y empezó a luchar con la Panfililla, tratando de arrebatarle la mitad de la pantufla que, además, era la mitad de adelante, o sea que todavía podía pasar como una pantufla versión minimalista.

Diciembre le ayudó, y algo le dijo al oído, bueno a la oreja, a la Panfililla que ésta, inmediatamente, soltó la mitad delantera de la pantufla del señor Búho.

¡Uff!, suspiró aliviado el señor Búho y, mientras hacía el recuento de los daños, le preguntó a Diciembre:

¿Y qué le dijiste para que la soltara?

Diciembre contestó sin inmutarse: “Que le iba a dar la mitad de la otra pantufla”.

¿¡Qué!?, gritó el señor Búho. “¡Mis pantuflas, mi buen nombre, mi prestigio, mi status intelectual…!”

En eso, ¡zas!, Diciembre descubrió, cerca de donde estaban, al libro volador.

¡Ahí está!, le gritó Diciembre al señor Búho.

El señor Búho se acomodó como pudo el pasamontañas, encendió la pipa y le dijo a Diciembre:

“Tú espérame aquí, voy a investigar”.

Llegó el señor Búho hasta donde estaba el libro volador, quien no lo reconoció por su disfraz de subcomandante.

Como es sabido, los libros les cuentan a los subcomandantes hasta lo que no viene escrito en ellos, así que tardaron hablando.

Diciembre ya se estaba quedando dormida cuando el señor Búho regresó y le dijo:

“Ya está. El misterio ha sido resuelto”.

¿Qué pasó?, preguntó Diciembre bostezando.

Elemental, mi querida Diciembre. Se trata, simple y sencillamente, de un caso extremo de “libro sin manos”, dijo el señor Búho.

¿Libro sin manos?, ¿Y qué es eso?, preguntó Diciembre.

Pues es un libro que no quiere estar en un estante de librería o biblioteca, o en un escritorio, o arrumbado en un rincón, o nivelando una mesa. Es un libro que quiere estar en las manos de alguien. Que lo lea, que lo escriba, que lo pinte, que lo quiera pues, explicó el señor Búho.

¡Yo!, dijo Diciembre alegremente.

¿Estás segura? Un libro no es cualquier cosa, no es como un dinosaurio come-pantuflas, dijo el señor Búho mientras miraba con rencor a la Panfililla, que ya estaba mordisqueando la pipa del disfraz de Sup del señor Búho.

No es dinosaurio, es dinosauria, y sí, estoy segura, respondió decidida la Diciembre.

Bueno, prueba a ver si lo convences a él, dijo el señor Búho mientras trataba de arrebatarle la pipa a la Panfililla.

¿Y cómo hago?, preguntó Diciembre.

Muy sencillo, acércate, pero no mucho y extiende tus manitas. Si te acepta, entonces él irá hacia a ti, le indicó el señor Búho.

Sale, dijo la Panfililla, perdón, la Diciembre.

Se limpió las manos en la nagua porque se acordó que no se las había lavado, se acercó poco a poco al libro volador y, cuando creyó estar lo suficientemente cerca para que el libro la viera pero no se espantara, extendió sus dos manitas.

El libro abrió entonces sus tapas, como para echarse a volar, pero dudó.

Diciembre alargó más sus manitas y dijo:

“Ven, ven, ven”

El libro empezó entonces a volar, pero en lugar de alejarse, fue a posarse en las manitas de Diciembre.

La niña se puso muy contenta y abrazó el libro contra su pecho, tanto que el libro se echó un pedito: prttt.

El señor Búho aplaudió satisfecho y la Panfililla no ladró, pero eructó con aroma a pantufla mal digerida.

Se fue entonces el señor Búho a seguir viendo muchachas… perdón, a leer y estudiar mucho.

Diciembre se puso a colorear el libro con sus plumines y no vivieron muy felices porque, en un descuido, la Panfililla se empacó la contraportada, el índice, los anexos y 7 pies de página.

Tan- tan.

Moraleja: no dejen nada al alcance de las perritas, pueden ser dinosaurias disfrazadas.

Y ya, espero que Daniel Viglietti les haga olvidar pronto esta ponencia tan poco seria, y que las niñas la recuerden… por siempre jamás.

Gracias.


Subcomandante Insurgente Marcos.
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, M

OPERACION PANDEMIA

domingo, 11 de octubre de 2009

 
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